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LA PENSIÓN ALTAMIRA




Vi en sus ojos
una pasión
por la sangre que me asustó,
la  inmediata necesidad
de hundir aquella navaja
en algo vivo y caliente...












«Pero entonces, de improviso, cogió el hombre el picaporte, y cerrando
rápidamente la puerta, dejó a Karl en el interior del camarote.
–No soporto que me estén mirando desde el pasillo –dijo el hombre,
volviendo a afanarse con su baúl –; todos los que pasan por ahí miran adentro,
¡cualquiera lo soporta!
–Pero el pasillo está completamente desierto –dijo Karl,
incómodamente apretado contra un barrote de la cama.
–Sí, ahora –dijo el hombre.»
AMÉRICA
Franz Kafka

LA PENSIÓN ALTAMIRA

 capitulo 1º

Turno de noche.




No eran todavía las siete cuando entré por el vetusto y
carcomido portalón de la Pensión Altamira. Damián, tras el
mostrador, miró de reojo el reloj de cuco colgado en la pared –el
cuco dejó de salir a cantar las horas hace muchos años– y una
sonrisilla satisfecha se le dibujó en la cara.
–Hoy sí que te has adelantado.
Sabía por experiencia lo de agradecer que era el que te
relevaran unos minutos antes.
–Como es domingo pensé que te gustaría reunirte pronto con
Rosa.
Dejó libre el sillón de ante cuarteado y se puso la americana
colgada en el respaldo. Al salir se plantó delante del espejo de la
columna, se miró y remiró desde uno y otro perfil y por último se
atusó el bigote con el índice mojado en saliva.
–La verdad es que le prometí salir a bailar –dijo concentrado
en meter en vereda los pelillos más díscolos del bigote–, pero lo que
a mí me apetece es irme de jarana con los amigos.
–Acabará cazándote, ya verás... –reí por lo bajo.
–Alguna habría de hacerlo. Además, al casarse le llaman
sentar la cabeza.
Ocupé mi lugar tras el mostrador y eché una ojeada a las
notas que Damián me había dejado.
–¿Aún no han salido los de la catorce?
–Qué va. Esos tortolitos tienen que estar pasándoselo de lo
lindo. De momento deben tres días y cuatro botellas de sidra. Lo
tienes todo anotado.
–Ya veo.
–Bueno, Tomás..., uno que aquí ya no pinta nada. Adiós.



–Hasta mañana, Damián.
Los minutos siguientes los dediqué a leer detenidamente las
notas que había dejado clavadas con chinchetas bajo el mostrador.
De las quince habitaciones de que disponíamos, once estaban
ocupadas; un buen número para estar a primeros de octubre. La
pareja de la catorce llegó el viernes por la mañana con intención de
estar sólo un día; a la mañana siguiente comunicaron que
ampliarían su estancia otro más, que la ciudad les había encantado y
deseaban verlo todo. No dudo de que su primera intención fuera
ésa, sin embargo en estos tres días apenas si se les ha visto salir el
tiempo justo para comer algo y regresar de nuevo a la habitación, no
sin antes pedir una botella de sidra a quien estuviera de turno. El
casi continuo rechinar de muelles que se escucha desde el pasillo
me dice que prefieren admirar la arquitectura interior de la
habitación.
Abrí la nevera para comprobar nuestra reserva de sidra –es lo
único que el dueño consiente comprar–, que no ascendía a más de
dos o tres botellas, y lo anoté para rellenar la nevera. Sobre ésta,
Currito, el canario, dormía como un bendito en su jaula con la
cabecita bajo el ala.
Por delante tenía otro turno de doce horas, en las que como
mucho podría descabezar algún sueñecito sobre los sillones del
vestíbulo. Cada jueves hacemos cambio de turno, entre la mujer del
dueño y alguno de sus hijos hacen el de las siete de la mañana hasta
las siete de la tarde, lo que nos permite a ambos veinticuatro horas
de asueto, que siempre son de agradecer. Cuando pienso que llevo
veinte años tras este mostrador, me pregunto cómo ha pasado tanto
tiempo sin enterarme. Fue mi primer empleo después de licenciarme
y aquí me quedé anclado. Es un trabajo cómodo, seguro y a un paso
de casa, me decían. Más me hubiera valido no escuchar a nadie y
buscar algo menos sedentario, porque a mis cuarenta y dos años me
sacan de Almería y no sé pedir un billete de tren para volver. Y



pensar que podría haber conocido Madrid, París, Barcelona...
Tanto tiempo libre puede que me haya obligado a iniciar esta
especie de diario con que restar un poco de monotonía a las horas.
Quisiera excusarme por anticipado por cuantas transgresiones
gramaticales pudiera cometer, ya que mi fuerte son los números, no
las letras. Pero como seguramente nunca llegará a leerlo nadie, me
ocuparé más de las historias que aquí relate que de cuidar el estilo.
Sobre las ocho y media subo a encender los calentadores por
si alguien desea ducharse con agua caliente. Es un sistema lento y
caduco, pero el dueño se niega a modernizarlo. Todo son gastos hoy
en día, alega.
Aprovechando que todo está en calma, me llego hasta la
Cafetería Indalo, contigua a la pensión, a tomar un café. En la
pensión tenemos un infiernillo y una cafetera, pero un domingo por
la noche no me apetece hacerme mi propio café, sino que me lo
sirvan.
Paco se acerca presuroso, nada más verme.
–¿Lo de siempre, Tomás?
Asiento con la cabeza. Es un tipo bonachón, sin más
debilidades que el fútbol y las mujeres, buena persona. Al cabo de
un minuto me pone delante un carajillo de Veterano y un paquete de
Celtas.
–Gracias, Paco. Estás en todo.
–Qué..., ¿otra vez de noche?
–Ya ves. Otra noche de sereno.
–A la mujer no le conviene dormir sola, no lo olvides...
Se marcha a atender otro cliente riendo su propia gracia. Se la
dejo pasar, sin molestarme. Apuro el carajillo, deposito los siete
duros sobre la barra y regreso a la pensión.
Sin venir a cuento me veo pensando en mi mujer y mis dos



 hijas, Teresa y Paula; a ello seguramente han contribuido las
palabras de Paco. Por supuesto que no dudo de la fidelidad de
Rosario, jamás me lo plantearía. Es más bien un sopor nostálgico lo
que me invade en estos momentos. En los quince años que llevamos
de matrimonio todavía no se me ha ocurrido preguntarle no ya si es
feliz –¿quién lo es por completo?–,sino si está satisfecha conmigo,
con la vida, si se han cumplido todas las ilusiones que tenía cuando
mocita. Yo de pequeño soñaba con ser un día alguien importante,
como coronel, dueño de una fábrica o incluso político. Me
entusiasmaban los uniformes, sobre todo el de la Marina o el de
aviador. Ante los escaparates donde se exhibían, solía pasarme las
horas imaginándome vestido con uno de aquéllos, con sus galones
repujados en oro, sus hebillas cromadas y llamativas charreteras.
Tanto soñar, tanta ilusión malgastada para terminar atrapado por la
rutina, encasillado tras un mostrador viendo cómo la vida transcurre
a mis espaldas. Por eso digo que a lo mejor a Rosario le ha pasado
otro tanto, tal vez le hubiera gustado ser maestra, enfermera, monja
de clausura, qué sé yo..., o tocar la flauta. No lo sé porque nunca se
lo he preguntado, y eso es lo que más me pesa en este momento,
que conozca tan poco a mi mujer llevando quince años de casados.
No es que la vida nos haya tratado mal, no; tenemos dos
niñas preciosas, vivimos en nuestra propia casa y gozamos de cierta
seguridad económica, además de tener un Seat 1500 casi nuevo, con
apenas tres años y medio. Lo que me pregunto es que si algo nos
apartara de todo eso, de todo lo material y lo humano –Dios no lo
quiera–, sin ningún tipo de atadura o vínculo, moral ni religioso,
conociéndonos como nos conocemos, ella seguiría prefiriendo mi
compañía a la de cualquier otro y yo la de ella; si viéndonos en esa
disyuntiva volveríamos a unir nuestras vidas hasta envejecer juntos.
Me hago el firme propósito de preguntárselo a la próxima
ocasión que se tercie.
Temiéndome ya cuál pueda ser su respuesta, creo que el



último instante me faltarán agallas para hacerlo.
Sintonizo el noticiario en la radio, y lo primero que escucho
es que el Caudillo vuelve a estar ingresado. Algo me dice que este
hombre no llega a ver las pascuas de este año. Quienes fuimos
educados bajo la doctrina del Catecismo Patriótico Español
tendremos que amoldarnos al nuevo orden o arriesgarnos a quedar
desfasados. Vienen tiempos nuevos, grandes cambios, es algo que
se percibe en el ambiente.
El joven de la catorce baja poco después de las nueve y me
pide otra botella de sidra. Intercambiamos unas palabras, las justas,
no parece muy hablador. Le informo de que cuando deseen dejar la
habitación lo hagan por la mañana, para no cobrarles también ese
día. Él me lo agradece como si acabara de hacerle una revelación,
que en esa misma habitación había dormido Alfonso XIII o algo
así. Por ese mirar alelado de tan agradecido, y su forma de empuñar
la botella por el gollete, como si fuera una maza, deduzco un origen
humilde y una escasa costumbre de pernoctar fuera de casa. Como
muestra de gratitud me cuenta que son de Albox y que acaban de
casarse, que pasarán otro par de días en la pensión antes de
continuar el viaje. De lo que yo deduzco, una vez más, que se han
fugado para contraer matrimonio ante cualquier párroco de aldea,
que los tendremos como huéspedes hasta agotar los ahorros de
ambos. Lo que menos les interesa es viajar, sino estar juntos.
A veces puedo leer la verdad en las caras como ante un libro
abierto. La rutina de tantos años me ha dotado de un cinismo
clarividente, de una alevosa intuición –como una virtud
transgresora– que capta y analiza el lenguaje del cuerpo: un
parpadeo intempestivo, el aleteo de las manos, un carraspeo, una
mueca...Y muchas veces estos gestos se contradicen con las
palabras, buscan su propia salida burlando la voluntad, que en ese
mismo esfuerzo no hace sino ponerlas en evidencia. La verdad, en
muchas ocasiones, sigue un camino totalmente opuesto a las



 palabras. Esto lo he aprendido con el tiempo. Para mentir sin que se
note hay que creer primero en lo que se va a decir, a fin de anular
ese otro lenguaje casi imperceptible. Hace dos años tuve ocasión de
conocer a un verdadero profesional en estas lides, quien me vendió
a plazos una enciclopedia Salvat que haría las delicias de toda mi
familia; que yo sepa, todavía no hemos abierto un solo tomo. A mi
mujer le encantó desde el primer momento, dijo que hacía juego
con el mueble del comedor.
Recibo la tan a veces poco grata visita del dueño de la
pensión, don Arturo Gutiérrez, motejado como el Guti, embutido en
un traje de alpaca de tono todavía primaveral y fumándose un farias
de un metro de largo. Trae una cancioncilla a flor de labios que está
reñida con su expresión adusta y seca.
–¿Qué hay, Tomás?
Para responder al saludo adopto una pose casi militar tras el
mostrador. Debe ser por la costumbre.
–Buenas noches, don Arturo.
–Déjeme usted ver el libro de entradas.
Se lo ofrezco abierto por la página actual, y comienza a
repasar las inscripciones a lápiz ayudándose con el dedo. Al
finalizar mira solapadamente al tablón donde se cuelgan las llaves.
Empieza a disimular.
–Parece que tenemos esto muy tranquilo esta noche, ¿no?
–Los domingos son siempre así, don Arturo.
Sé que soy un estorbo en sus planes, pero yo me resisto a
abandonar mi sitio. Duda.
–Ya... –mantiene el puro aparcado a un lado de la boca,
propinándole rápidas chupadas que forman una neblina entre ambos
–. Bueno, aprovecharé que estoy aquí para hacer la recaudación y
marcharme.
Queda claro que en realidad le ha traído a la pensión un
propósito diferente.





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